Niñas en edad escolar y al fondo, la torre de la Iglesia mientras la construían

El amanecer con humo. Benalúa de las Villas… Hijos Dulces de Dios (IV-B)

Llegué corriendo y sudoroso a mi casa, donde ya me esperaban.

Aquella mañana había tardado más en hacer la faena de “chichanguero” de a mi padre acercar su caliente desayuno. Faena que, aunque no me dejaba de gustar, por lo que tiene de embrujo a tempranas horas caminar por las veredas de los campos verdes y disfrutar de sus paisajes -motivo éste que hizo alargara mi camino a los Salobres-, también era un fastidio para mí, cuando mi madre entraba a mi dormitorio y con llamadas y cosquillas que me hacía, conseguía, a pesar de mi enfado, que me levantara. No duraba mucho la mala cara… como digo, me alegraba ir a esas horas tempranas, recreándome en los campos, a hacer de intendente y la comida suministrar a mi trabajador padre.

Eran las diez y media pasadas,; apenas tenía tiempo para ducharme y como, casi todo el mundo, por entonces, asistir a misa, el segundo toque daba su campana.

Era, a la sazón, párroco del pueblo, el apasionado sacerdote, D. José Vallecillos que, tras cuatro o cinco años en Benalúa, fue trasladado a Moclín, pueblo cercano, donde el vehemente sacerdote, tuvo un problema con el bello cuadro del Cristo del Paño, patrón de dicho pueblo, cuyas fiestas y ferias muy renombradas y multitudinarias, no eran del agrado del cura, que en un arrebato, se dice, arrojó algún disolvente al cuadro ocasionando graves daños. D. José, el cura impulsivo, estaba algo enfermo y pasado un tiempo en tratamiento psiquiátrico se hubo de reponer y, decían, que en un internado acabó sus días.

Terminado de duchar y con mi ropa de domingo, fuí a la iglesia. De un estilo no definido, pero de románico pobre construida y ya bastante ruinosa, con angostas ventanas propias del estilo con gruesos muros y contrafuertes. Nave central, de planta basilical, a sus flancos dos más cortas y pequeñas y dispuestos a su alrededor, hornacinas y altares con distintas estatuas de Santos y Santas, de mártires y confesores, la adornaban. Sobre su entrada principal, de las dos existentes, había un coro algo cochambroso a donde no me gustaba estar; no lo veía seguro y eso me hacía recelar.

San Sebastián (Oct’2020)

En la nave izquierda y en la cabecera de ésta, nuestro querido Patrón San Sebastián, centurión de los ejércitos romanos, que fue asaetado por no querer renegar de la fe cristiana a la que había abrazado con toda su alma. Al comienzo de esta misma nave, un Cristo Crucificado de bella y artística estampa, que de ser tallado en madera a escayola que es, sería una gran obra artística de incalculable valor por su cautivador semblante y su esbelta y bella imagen. Ese Cristo majestuoso y cautivador de nobles sentimientos, al que yo siempre miré y respeté con cristiana admiración, ahora, preside la nueva iglesia, sobre su altar mayor colocado, ocupando un lugar de honor, en tan sacro lugar. Cuando ahora, pasados los años, entro al templo, mi mirada primera es clavada en la imagen de ese Cristo Crucificado, que siempre fue testigo de mi existencia, siempre por mi admirado y confidente divino de mis oraciones, plegarias y ruegos.

Ubicada delante de tan Santa Figura, en blanco marmol veteado, la pila bautismal, punto de encuentro de todos los nacidos en aquel nuestro pueblo. Dicha pila remplazó a otra que ocupó distintos lugares del templo, de marmol oscuro y mucho mas pequeña. Terminaba de adornar la nave que nos ocupa y, si mi recuerdo no ha sido ya borrado por la pátina del tiempo: una imagen de Santa Teresa en retablo ornamental, que fue donada al pueblo por el vecino Manuel Álvarez, alias “Españilla”, que su casa y morada tenía en la cuesta de “La Culica”. Es curioso el porqué de su apodo, según tengo informado por gentes de su familia, el nombre de “Españilla” era un derivado del sustantivo de nuestra patria, ya que algunas mozas del pueblo de él decían que era el más guapo, no de Benalúa sino de toda España, y hete ahí el motivo.

D. Cristo crucificado (Oct’2020)

En la nave derecha eclesial, más corta que la izquierda, debido a la puerta de la segunda entrada al templo. Al comienzo de ésta, un viejo confesionario, lugar de perdón y reconciliación, frente a éste un San Antonio con Jesús en sus brazos formaba cabecera de ésta más pequeña nave que franqueaba a la central que con reclinatorios, propiedad de las mujeres del pueblo, solían estar ordenados en filas con puestos semi definidos, donde las damas, señoras y mozas, rezaban por ellas, rezaban por todos.

Había tras estos reclinatorios unas hileras de destartalados bancos, más que por sus años por los daños sufridos por la explosión de alegría que se organizaba en el templo con el Resucitado, al entonar el cura el “¡¡Gloria in excelsis Deo…!!” del sábado de Gloria… repique de campanas, disparo de cohetes y tiro al blanco de cazadores que, con sus escopetas en ristre, la tomaban con una veleta que había coronando la chimenea de lo que fue casa de la Carmen de Teodoro, la de la tienda.

Dentro el templo y mientras el repique de campanas duraba, todo el mundo daba palmas, todos cantaban, todos daban ¡vivas a Jesús Resucitado! y, los menos -pero los había-, con su euforia desmedida golpeaban todo lo habido y por haber… y lo más cercano eran, los citados bancos. Terminada la gran explosión de alegría, la misa continuaba con recogimiento y fervor.

En el medio del frontal del Altar Mayor, entonces había una hornacina que albergaba una escena de la Encarnación, compuesta por una estatua de un Ángel Anunciador y la bonita Virgen María arrodillada en humilde y santo gesto de oración. Tras éstas, la pared de la hornacina estaba enriquecida -o al menos esa era su pretensión- de un fresco anónimo, pintado, y ya muy deteriorado, con motivos de plantas, alguna flor y estrellas que lo componían y una paloma blanca sobre un haz de luz, que en la parte superior, lo que se adivinaba el cielo, y que representaba la tercera Persona de la Santísima Trinidad: el Espíritu Santo, Testigo, Hacedor y Motivo del tal Misterio de la Anunciación. Al fondo, la torre de la Iglesia mientras la construían. Benalúa de las Villas Hijos Dulces de Dios – 102 – La verdad, que mi recuerdo de este fresco, está difuminado y perdido en la mente de mis años y de los tiempos.

Al pie del altar mayor de nuestra “románica” iglesia y a la izquierda de ésta, una puerta conducía a un patio interior de medianas dimensiones que en tiempos pasados cementerio fue, siguiendo la costumbre cristiana de sepultar a los difuntos en los templos o muy cerca de ellos. Motivo éste por el que, en la reconstrucción del templo, años después, y siendo párroco D. Luis Sánchez Ontiveros, en los movimientos de tierras que se hicieron, aparecieron muchos restos humanos, muchos huesos de esos enterramientos que antes refería. Acondicionados con respeto, fueron trasladados e inhumados en el cementerio del pueblo. Yo, muchas veces estuve, muchas veces jugué en dicho patio que de cementerio antes sirvió, y allí, jugando con otros monaguillos, correteábamos y nos perseguíamos, ocupándolo todo e incluso la vieja torre del templo, hacia la que se subía por unas estrechas y viejas escaleras que antes de salir al viejo cementerio de la izquierda partían.

Cuatro o cinco pisos la torre tenía, de uno a otro había una especie de tronera redonda en el suelo que comunicaba a todas las plantas del vetusto campanario y, a través de estos agujeros, una vieja cuerda larga unía, desde la planta inferior, con el badajo -que nosotros llamábamos “lengüeta”- de la vieja campana, de la que aún queda, en el rincón profundo de mi mente, sus sones y repiques, oídos desde todas las partes, confines y dominios de mi villa.

Iglesia de Benalúa de las Villas (Oct’2020)

En mis tiempos de joven, y desde mi niñez a mi adolescencia, dos veces vi y participé con mi presencia, del difícil y peligroso descenso de la campana para su reparación; ya que por sus largos y prolongados años cumpliendo con llamada a todos los cristianos, se averiaba y salía alguna grieta en su costado… “se cascaba” y su sonido se volvía bronco, molesto y desafinado por lo que se había de fundir, volver a reconstruir y poner en su lugar. Trabajo éste caro y dificultoso. Terminaban de dar el resultado de la injerencia del Coronavirus en la ciudadanía española. El mundo entero padece la pandemia que encogía el corazón de la Humanidad. Algo que apareció como un rayo de ira y cruzó meridianos, paralelos e invadió a gran parte de naciones y Estados. Corren los primeros días de abril, del presente año dos mil veinte… Año que quedará en la memoria de todos los humanos como un mazazo dado.

Quedará marcado en las hojas de la Historia como algo de lo más tremendo y horrible sufrido por los humanos. Los resultados que oía, lejos de no ser de los más malos, me hacían estremecer, sentía miedo por mí, por los míos y por todos, cuando los contagios, enfermos y defunciones, se contaban por cientos y por miles.

No quise entristecer demasiado, no quise que tan funesta realidad invadiera mi persona… y abriendo mi ordenador, me dispuse a ahogar mi estrés, mi angustia, en las hojas de éstos, mis relatos que me transportarán a tiempos pasados y que me llevaran lejos de este caos. Quede frente a la pantalla del monitor parado… ensimismado… me costaba salir del estado de preocupación que las noticias de la televisión me habían dejado; acomodé mi cojín en la espalda, un sorbo de agua de la botella que siempre me acompaña en mi mesa de despacho; El Amanecer Con Humo Gregorio Martín García -105- tomé algo de aliento y, haciendo una pequeña sacudida con mi cabeza -como un acto reflejo que intentaba alejar algo de ella-, me dispuse a seguir imbuido en éste, mi relato.

Recordé que, como era domingo, y tras haber vuelto a mi casa a prepararme para la misa, duchado y limpio, partí hacia la iglesia y cuando en ella entraba, la vieja campana daba el tercero. El templo ya se encontraba casi lleno, miré desde la entrada y en los primeros bancos ocupados por niños, amigos míos casi todos, ocupé un lugar. La misa para mí, como para mis amigos, era algo pesado y que duraba mucho… pronto acabó y salimos.

Los domingos entonces tenían poca fiesta, la gente, sobre todo los hombres y algunos niños, se encontraban en los campos trabajando. Gritando con mis amigos caminábamos hacia la plaza, cuando al volver la esquina de la cochera de “La Chacha”:

¡Aaaanda¡ ¡mirad! ¡un coche!, hay un coche en la plaza” – corriendo y gritando salimos hacia él y lo rodeamos. Estaba limpio, muy limpio y era de color negro.

¡Eeeh! ¡eeh! ¡niños! mucho cuidado, si os acercáis os doy un sopapo” – un hombre vestido con traje azul y corbata, nos echó una mirada que nos confundió. Aquel hombre no comprendía ni sabía, que allí un coche paraba dos o tres veces al año y que para nosotros los niños era algo extraordinario, poder tener cerca una de aquellas maravillas de la mecánica… máquina que se prestaba a sueños y aventuras inimaginables. Benalúa de las Villas Hijos Dulces de Dios 106 –

Pero aquel hombre serio, de traje y corbata, no sólo receló de nosotros, los niños por si dañábamos su “haiga”, también lo hizo de algunas personas mayores que se acercaban a verlo. Era un espectáculo, ¡en el pueblo!,¡un coche en su plaza!

Allí estuvimos quietos y esperando a que la máquina arrancará y verlo andar; era la cumbre del tal espectáculo y no sólo para nosotros, sino también para grandes, mozuelos y viejos. Algo hubo de pasar en el ayuntamiento porque, a pesar de ser domingo, se encontraba abierto y pasado un tiempo salieron otros dos hombres también entrajados y con corbata y, dirigiéndose al hombre que guardaba el auto, los tres montaron…

Los allí reunidos, por un momento, quedamos callados y en silencio… iba a arrancar y a echar a andar.

Celebramos y comentamos con admiración su puesta en marcha y, cuando rodando salió hacia la calle principal del pueblo para tomar la de Andar, un gran grupo de niños y algunos menos pueriles, detrás del bólido salimos corriendo. Nosotros, más niños, quedamos antes, pero seguro que alguno de aquellos muchachos entrados en años siguieron más lejos la marcha de aquella máquina, que nos distrajo la mañana y que no sabíamos cuando volveríamos a ver.

Que poco se necesitaba entonces, para felices ser, para pasar una mañana de domingo sin más necesidad que vivir lo no visto. Y casi todo era así, no había de casi nada y a pesar de ello no se echaba en mucha falta; ¿por qué? porque no lo conocíamos y cuando descubierto era, ¡¡por Dios!! que lo disfrutábamos… y de qué manera.

Iglesia de Benalúa de las Villas (Oct’2020)

La invasión de aquel coche, en aquella mañana espléndida y dominguera, en la plaza de la villa, fue algo inesperado que hizo el deleite de los niños… y el de los mayores también que, con comprensible disimulo, no querían dar a entender que de aquellas cosas no sabían…

“¡Quiere usted callar!, hombre tan “viajao” como yo…”, – se decía y pensaba, “no puede desconocer las grandes cosas que existen y que no deja, la “ciencia”, de inventar”.

Pero era la verdad, que las tranquilas aldeas de nuestras tierras, los bonitos pueblos de entonces, llenos de chiquillería y juventud, con sus casas, todas ocupadas por familias de férreas costumbres, trabajadores incansables y honorabilidad manifiesta. Disfrutaban y gozaban con cualquier cosa que, por no vista, les llenaba su peculiar personalidad: sencilla, noble y sincera.

[Continua la próxima semana]

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Gregorio Martín García

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