Búsqueda de trufas con cerda trufera.

El amanecer con humo. Benalúa de las Villas… Hijos Dulces de Dios (V-A)

V. De la “plaza” jornaleros, sus manijeros, cuadrillas, la sierra, sus ¿trufas?…

Dos paisanos -benaluenses, claro-, charlaban de sus asuntos en La Placetilla, cercana a la iglesia y con una pequeña pendiente en uno de sus laterales, donde hubo hasta hace poco una carnicería.

La llamada Placetilla, lo era, por su escasa “categoría”; sus reducidas formas, que, ni a placeta la dejaban llegar. Era pequeña, estructuralmente no muy bien formada, pero entrañable y situada en el centro del pueblo y en su calle principal.

Pero escribiendo esto, lector amigo, me informo que en tiempos pretéritos, nuestra placetilla, fue más grande, de más categoría. La construcción de una casa de las que la conforman, tomó terrenos de ella y avanzó la línea de su fachada. No quiero pensar ni creo, que fuera una acción no legal y sin el permiso correspondiente de la casa consistorial. Benalúa de las Villas Hijos Dulces de Dios – 110 – Un viejo y gran árbol, no de muy sano ramaje -debido quizá a un golpe o caída de rayo-, y de la clase de las acacias, que quedaba justo enfrente de la tienda de la Eladia. Daba cobijo en su sombra, en horas veraniegas, a personas mayores y abuelos que sentados en un rudimentario banco de madera, su vida dejaban pasar entre mutuas charlas o saludos de paseantes que pasaban por aquel lugar.

Algún carromato, que casi siempre se hallaba allí aparcado, servía, más que de estorbo, de aparato juvenil de parque, donde los críos se balanceaban y tretas y vueltas daban, ejercitando y jugando en tan aqueste sitio. Donde la brisa serrana de agradable viento, desde Cantarranas a la Cuesta la Culica. Refrescando la zona, con mil aromas embriagada, de tomillos y romeros, alhucemas y espliegos, que la cercana sierra nos donaba.

La sierra de Benalúa

Sierra del pueblo, amiga y compañera por siempre, de nuestra convivencia, historia y quehaceres de aquel pueblo recostado en la situación. Éste, del Cerro y mirando cara a cara a aquella, que nos daba su compañía, su belleza, pasto para nuestro ganado, combustible para nuestras chimeneas, aulagas para nuestras matanzas, paisaje para pasearlo y, lo más importante que descubrí no hace mucho tiempo: nuestra sierra criaba algo y, seguro, aún cría; algo que los zagalillos de pastores sabían muy bien, gustaban de su búsqueda, y adquirieron experiencia en su hallazgo: lo que ellos llamaban “Papas de la sierra”. Yo las comí y, de verdad que, era un tubérculo de muy agradable comer. La primera ocasión en la que la saboreé fue en la que acompañé a la piara de cabras capitaneadas por el cabrero Pepe y ayudado por el zagal Paco Laguna -de parecida edad a la mía-.

El embalse de Colomera, que muchos ahumaos reivindicamos, con sorna, como propio. (Oct.’2020)

¿Recuerdan paisanos, que las cabras salían del pueblo, en gran piara formada, hacia las serranas tierras cercanas de riscos y tojales, con chaparros y encinas coronados? Y que terminada la jornada ¿volvían a sus casas solas sin que nadie las guiara? Ya de ésto nos hicimos eco en otra parte de esta retahíla de historias que en este papel plasmo. Cuando nuestras cabras y ovejas algún chotillo criaban, habíamos de salir a la sierra a buscarlo entre todas y guiarle, hasta que en sus genes quedara grabado el camino a seguir.

Era un día de estos en que, saliendo de la escuela, mi padre me tenía encargado que esperara en el camino para “instruir” a un choto en su regreso. Como con tiempo salíamos a tal menester, subía a la sierra al encuentro de las cabras y a charlar con los zagales que todo el día llevaban sin hablar con nadie, caminando entre riscos y cuidando la manada.

Fue en alguna ocasión de éstas cuando Paco Lagunas, el zagal de Pepe el Cabrero y, agradeciendo nuestra compañía (siempre algún otro amigo venía conmigo), se ofreció a buscarnos ”papas de la sierra”; buscó y enseguida encontró, no eran más grandes que una canica; bulbo piloso, de color muy oscuro, algo rugosas, estaban riquísimas al paladar y tenían una finura y exquisitez extraordinaria… Ahora, con el tiempo lo sé, Aquello eran trufas, al menos así lo creo yo, ya que todas sus características la tenían, la del manjar rey de nuestra cocina, sobre todo la francesa.

No hace mucho tiempo, visitando Benalúa, me encontré con nuestro amigo Paco Laguna, el zagal que hace muchos años me regalara “papas de la sierra” y quedó complacido al decirle que sus papas eran lo que son… se quedó mirándome, sus ojos entreabiertos y fijos en los míos, y comenta: “¡¡Tío!! ahora que lo dices… pues ¡es verdad!, las “papas de la sierra” que yo buscaba y sabía encontrar, son trufas… ¡qué barbaridad!, yo nunca después, de aquel empleo, de eso, me volví a acordar, pero ahora rememorando, claro que sí, aquello eran ¡trufas!”. Quedamos ambos, en algún día no muy lejano, visitar la sierra, disfrutar de ella, recorrer lugares y buscar “Papas de la Sierra”.

En principios de primavera estábamos y algo de fresco hacía en Benalúa, sólo ocupaban la placeta, nuestros dos tertulianos, que con sus brazos gesticulando en acalorada charla, abrigados con sus respectivas pellizas y terminados sus orales expresiones, ambos quedaron citados para el próximo día, y en hora muy temprana, en verse en la puerta de La Posá, en la “Plaza”… sí, plaza, se llamaba… así, con ese nombre a secas y sin más apelativo, al lugar donde cada mañana se reunía la mano de obra, los peones que habían de ser contratados de forma verbal, para asistir en esa jornada a “ganar el peón” con el agricultor que los solicitara.

Era curioso el ambiente de dicho lugar, se formaban corrillos, de desigual forma, hablando y comentando de las cosas del lugar y, ni que decir tiene que, también se hablaba del motivo de tal reunión o asamblea matinal: los obreros o peones, entre ellos se comentaban los precios del jornal y tras una serie de gestos, conversaciones y acuerdos quedaban en pedir las pesetas que querían ese día ganar.

Cosa parecida hacían los agricultores que trataban de enterarse “a cuánto estaba la plaza hoy”. Y es que decir “a cuánto está la plaza hoy”, era como decir en el día de hoy “a cuánto está la bolsa o el IBEX 35, en la jornada”.

No duraba más de tres cuartos -la hora no cumplía-, y en ese tiempo se contrataban todos los obreros que en los campos de Benalúa y de fincas y cortijos cercanos, ese día trabajaban.

“La plaza” tenía sus normas, sus “leyes”, sus usos y costumbres que, sin estar escritas, habían de cumplirse, y se cumplían.

Eran recios y orgullosos, nobles y sinceros, tanto agricultores como obreros o peones. Que, acabada la actividad en el lugar, algunos tomaban una copita de anís, en el “bar de Tonterías” que, ubicado en la esquina de la casa -entonces de Julio Raya-, desde temprana hora ofrecía a su parroquia de clientes, copas de anís fuerte (más que del dulce), a aquellos hombres de duras vivencias.

Encendedor de yesca con su yesca, pedernal y eslabón de acero por frision.

Con el sabor del licor en su boca, partían a su casa donde, después de desayunar lo más abundante posible. Colgada al hombro su talega con la comida del día, su tabaco, su chisque y yesca y alguna chaquetilla -casi siempre algo raída-, partían hacia los campos a ganar el pan, con el sudor de sus arrugadas frentes; curtidas por el trabajo, el tiempo y el sol, el frio y vientos que aguantaban, aquellos labriegos.

La estructura del “movimiento social interno” de la plaza, era piramidal: el dueño o agricultor de la finca, el primero; era el segundo el capataz -en fincas grandes-, después el manijero, y al final los obreros, siendo uno de ellos el agüador, atero o chichanguero… el del “Jato” o “agüaor” le decíamos aquí.

El dueño o agricultor encargaba a su capataz o manijero, el número de peones a contratar y le daba instrucciones de la cantidad a ganar y que aquel tenía que negociar.

Por supuesto que el capataz había de llevar reloj con el que hacía control de las horas de faena, así como marcaba el tiempo de “parar a fumar” que, no era ni más ni menos, un pequeño descanso de un cuarto de hora, que efectuaban cada dos horas de trabajo. Al segundo descanso y ya trabajadas cuatro, era la merienda, siempre buena y apetecible… y es que, el rudo trabajo, demandaba de los cuerpos sudorosos y entregados a su faena, recarga de proteínas que dieran vigores nuevos para terminar la jornada.

En el tiempo de merienda, más de una vez se vivía, y con tristeza, que alguno de los obreros no traía talega; se retiraba unos pasos a efectuar su descanso, sin nada que llevar a su boca, algún otro, para disimular el trance, se marchaba por los alrededores a buscar collejas, o cardillos o bien espárragos o hasta leña, disimulando su hambre y falta de talega. Leña para la lumbre para su casa templar, con estómagos vacíos y quizá sin cenar. Pero en aquellos tiempos post bélicos y a falta de muchas necesidades, también había caridad, había sentimientos y el resto de compañeros daban algo de comida a aquellos pobres hombres que, sin dejar su sano orgullo y su sumo respeto, trataban de evitar hacer de pordioseros o mendigos, ante el resto de cuadrilla que, con tacto y mano izquierda, cada uno le alargaba algo de su comida.

Yo viví alguna vez escena parecida que me apretó mi joven pecho y me llenó de tristeza. Mi padre queriendo enseñar la rectitud de todo humano, me hizo que entregara a uno de esos hombres, parte de mi merienda.

[Continua la próxima semana]

INDICE

Capítulo V De la “plaza” jornaleros, manijeros, la sierra y sus ¿trufas?
Capítulo VI De la Alsina, la “aduana”, su paseo, Semana Santa y procesiones
Capítulo VII Del final de campaña, almazara, “cagarraches”, día de las banderas
Capítulo VIII De Ben-Alúa, su nombre, sus tributos, la hortaliza, el riego
Capítulo IX De los pedimentos, desmote, el ajuar, las invitaciones, las bodas
Capítulo X De los primeros televisores, las sordás, el Día de la Virgen
Capítulo XI Del sosegado otoño, “ahoyar” el pajar, rastrojeras, fiestas
Capítulo XII Del otoño dador de frutos, de ariegas, “¡arrr!”, tostaillos

Gregorio Martín García

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