El amanecer con humo. Benalúa de las Villas… Hijos Dulces de Dios (V-B)

V. De la “plaza” jornaleros, sus manijeros, cuadrillas, la sierra, sus ¿trufas?…

Como ya expliqué con anterioridad, había quien llevaba reloj. Y es que, eran raras, muy raras y escasas, las personas que tenían dicho aparato. Quien lo tenía regenteaba de ello y, si era de pulsera como ya se comenzaban a ver -antes todos eran de bolsillo-, más enseñaba su muñeca procurando postura tal que facilitara que su manga de camisa descubriera el brillo del bonito y preciado artilugio.

Esta necesidad de cronómetro y el hecho de cierto prestigio laboral que daba ser manijero, obligaba a éstos a tener que resolver dicho problema. Para comprar uno, no había pesetas, y eso que valían unas escasas trescientas, equivalentes hoy a menos de unos dos euros. Un capital para aquellos tiempos, sí… Y es que un capital, era unas trescientas pesetas, y mucho más unas seiscientas, que es lo que valía una bicicleta… ¡increíble! ¿verdad?

La Plaza. Foto cortesía de Mari Luz Romero García

¿Cómo pues, resolvieron tan grave problema financiero, nuestros manijeros? pues simple y llanamente, los pedían prestados a amigos, compañeros, familia o a algún vecino… daba igual. Y mucho había de cuidar dicho artilugio, que por falta de mejor mecánica se solían averiar bastante.

Pues, he aquí a nuestro manijero que, desde comienzo del acuerdo tomado en la plaza, donde buscó los obreros, ya comenzaba a imponer su rango y cargo, organizando la hora de partida hacia el haza a labrar, quedando en un punto de las afueras para partir hasta ella o bien quedaban citados en el mismo “tajo”, o sea, el lugar y punto del trabajo.

Se echaban un cigarro, se charlaba del tiempo o de otra cualquiera nanería y, en un momento dado, con sus hatos y talegas en un árbol colgados -por aquello de que algún can, zorro u otra alimaña les pudiera dejar sin comida-, el manijero, haciendo uso de su rango y privilegio, decía: “¡Ea, vámonos!”.

¿A dónde irían, si acababan de llegar?, pues al tajo, a comenzar la faena de escarda y deshierbe del trigo en matas aún pequeñas, para labrar las plantas y entresacar las malas hierbas.

En el comienzo de la labranza y a pie de trabajo, cada uno cogía su puesto, eso sí, con orden y concierto, que nadie les decía ni recordaba sino que su impronta de responsables y profesionales trabajadores, les marcaba.

El manijero, en la mano derecha o izquierda de la fila o hilera formada por la cuadrilla – de ahí su nombre – se encargaba de marcar el corte del trabajo. Él dirigía con sus movimientos y desplazos, hacia qué parte del tajo ir, sin decir nada, sólo con su vaivén, la cuadrilla avanzaba, la cuadrilla escardaba y, trabajando con agilidad, el amocafre, el trigo laboreaban.

El dueño de la finca, solía ocupar un puesto, no definido, en la hilera de la cuadrilla pero, si esta era grande -de diez, doce o más-, se ponía delante, andando hacia atrás, según aquellos avanzaban y observando el trabajo que realizaba cada uno. No era raro que, alguna vez, el observador dueño, dirigiéndose a alguno por su nombre, le advirtiera de alguna avena o yerbajo que se dejaba, para que reparara en ello, y la arrancara.

El aguador estaba siempre presto a saciar la sed de sus compañeros.

En un momento cualquiera, charlando todos entre ellos, comentando sus cosas y preocupaciones, se erguía el manijero y con voz de encargado, decía:

“Niño, coge el cántaro, (o garrafa, o damajuana), y acércate a la alberca, a por agua”.

Lo de “niño”, no era exclusivamente por su edad -que también, pues solía ser el más joven- sino que iba aparejado con su cargo de aguador y hatero. “No tardes”, solía añadir el manijero.

El aguador, raudo y ligero, cumplía su misión y, de vuelta al tajo, de uno en uno les ofrecía la vasija del agua, donde cada cual bebía. Se solía tener sed, por el duro trabajo, pero aunque así no fuera, se bebía. Esos instantes servían de descanso, de respiro y, tras satisfacer e hidratar el cuerpo, mascullando algún palabro… ”¡Ay Dios mío… Trabajar para vivir!” Solía decir uno de aquellos rudos hombres que formaban la cuadrilla, de vez en cuando. No era una queja, no era una crítica, era una frase que, en su costumbre y mente escrita, decía como amuleto después de terminar de beber. Empuñando su amocafre con renovado brío, volvía a golpear el agro con agilidad, sabios golpes y escaldos, dados en los claros de las matas de trigo verde.

Llegada la hora de “dar de mano”, cumplir el horario, la peonada (que era de seis horas) se componía de “agarrarse al tajo”, dos horas, una “jumá” de quince minutos, otras dos horas y merienda que cuarenta y cinco minutos solían echar-. Ya de tarde, las dos horas restantes y terminaba la jornada; se despedían y, unos al pueblo marchaban, se aseaban y, con ropa humilde pero muy limpia, a pasear y a descansar iban. Otros -la mayoría-, pasaban por alguna de sus fincas y un rato de trabajo en ellas daban, o hacían un haz de leña que a su hombro acarreaban. Hasta la puesta de sol solían aguantar.

Disfrutando de un refrigerio.

Una vez todos en el pueblo, no quedaban en casa -porque televisión no había-, en cualquier taberna, citados los peones, con su manijero que, previamente, había pasado por casa del agricultor, le entregaba la peonada de todos para que él abonara. Se decía, con cierta sorna y, a veces, algo de verdad habría que algún manijero, no era de fiar, ya que se dejaba sobornar por el labrador

de las tierras, que regalaba a éste, alguna vianda o cantidad de dinero, para que “metiera horas” a los jornaleros en el tajo. Difícil era, porque cada campesino sabía y sabe, la hora que es, sólo mirando al sol o con referencias tomadas de las sombras de árboles cercanos o del horizonte.

Todo era consecuencia de la falta de relojes, ya que en la cuadrilla sólo el manijero llevaba, y casi siempre prestado. Pero con ironía, algún comentario acusaba: “A este manijero le dan morcilla”, frase ésta famosa que, cuando cualquier bracero tenía ganas de chanza o quería burlarse del encargado o queja formal contra él tenía, la usaba.

Al respecto de los tiempos de trabajo, se hacían muchas conjeturas y anécdotas había; a veces reales y las más de ellas, inventadas.

Así mismo, con el jornal ganado, pasaba igual. Recuerdo como Isidro Cámara, buen benaluense paisano, contaba que, una vez por el cortijo Las Juntas (ahora bajo las aguas del pantano pero en aquellos tiempos, de mediados de los cincuenta, animado siempre por la enorme cantidad de hermanos del matrimonio residente) alguien desde una finca cercana, viendo que nuestro amigo Isidro junto a él pasaba, caminando desde el pueblo, le reclamó:

¿Isidro a como ha salido hoy la plaza?” preguntole aquel.

A diecisiete pesetas el jornal, Miguel”, le informó.

¡Pues vaya! eso es un robo. Antes, cuando yo tenía que ir a ganar el jornal, no ganábamos “ná”, y mira tú ahora que los tengo yo que pagar, qué caros están”.

También se daba con frecuencia que, sobre todo, en tiempos de siega y recolección de trigos y cebadas, cuando las tardes de tormenta se avecinaban, las cuales podrían causar graves daños en las cosechas.

Meteoro éste que ponía a labradores y agricultores en alerta y con prisas desmesuradas, por tener segada y atada en haces sus cosechas. A la mañana siguiente, los dueños de las fincas, se levantaban sin haber pegado ojo, de pensar en los daños. Dirigiéndose a la “plaza”, contrataba un buen manijero y, tras recabar información de a cómo estaba hoy la jornada; Apartaba a su encargado y le decía: “sube a eso, dos, tres o más pesetas”… las circunstancias mandaban.

Recibido el encargo, el manijero levantaba algo la voz e informaba a todos: “Está puesta la plaza, pero a cuatro pesetas más de jornal se paga hoy, para ir a segar al cortijo tal…”.

Aquel aviso era como decir “¡Santiago y Cierra España!”, o como decir “¡hasta aquí hemos llegado!”.

La mayoría de braceros, a esa finca marchaban y lo hacía todo el que quisiera, que además de la subida, eso significaba “poner la Plaza”. Era motivo éste, de enfado gordo de los demás agricultores que criticaban dicha acción, como si de alta traición se tratara.

Cereales a punto para la siega

Y tras conocer estas vivencias de la vida y trabajo de nuestra aldea y villa, volvamos a aquel bar donde esperan citados, los miembros de la cuadrilla a donde nuestro hombre les pagaba, a cada uno su jornal y, quizá, algún vaso de vino con su tapa a la que habría invitado y pagado el amo.

Y no podía ser de otra forma, había escasez, y la peonada hacía falta. De quince o veinte pesetas se trataba (ahora serían 0’12 €) y en los años cincuenta -o principio de éstos- el dinero enseguida se entregaba a esposas o madres que administrarlo debían, haciendo verdaderos ejercicios matemáticos que hasta Pitágoras envidiaba. Trataban de estirarlos para ropa y comida. Casi siempre faltaba y de ahí la necesidad de que en las tiendas una libreta existiera, donde apuntaban aquello que hoy no se podía pagar…

Angusticas”, muy conocida tendera del pueblo, estamento y estirpe familiar de tiendas, “que ha dicho mi madre, que me des un huevo y un ovillo de hilo…, que se lo apuntes, que luego te lo pagará”. Frase, o parecidas a ésta, por desgracia muy escuchadas.

Había nacido “el fiado”. Aquel sistema hizo mucho por los menesterosos. Se componía de una libreta y una fuerte dosis de confianza del buen tendero, en su formal cliente. Porque, a pesar de tener escasez y mermas de dinero, estaban sobrados de formalidad, respeto y honradez. Pocos casos se daban de morosos que sumas importantes dejaran en el “DEBE”.

Capítulo VI De la Alsina, la “aduana”, su paseo, Semana Santa y procesiones
Capítulo VII Del final de campaña, almazara, “cagarraches”, día de las banderas
Capítulo VIII De Ben-Alúa, su nombre, sus tributos, la hortaliza, el riego
Capítulo IX De los pedimentos, desmote, el ajuar, las invitaciones, las bodas
Capítulo X De los primeros televisores, las sordás, el Día de la Virgen
Capítulo XI Del sosegado otoño, “ahoyar” el pajar, rastrojeras, fiestas
Capítulo XII Del otoño dador de frutos, de ariegas, “¡arrr!”, tostaillos

Gregorio Martín García

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