No sé exactamente a que pudiera deberse tal imposición. He comprobado algo y de ello deduzco que la ceremonia familiar del pedimento, tenía mucho de ancestrales costumbres que, venidos a aquellos tiempos, la sociedad de Benalúa los cambio, por obvio.
Eran reminiscencias lo que quedaba de aquel ya lejano trato o acuerdo familiar a que llegaban los padres para casar a sus hijos, acuerdo en el que ellos no participaban sino que, por conveniencia familiar u otra cualquier interesada razón, proponen ambas familias a los dos, para ser marido y mujer. Habiendo de pagar el padre de aquel al de ésta, en concepto de arras, una cantidad estipulada, según valía de la chica, según categoría familiar y social así como poder adquisitivo que tenían.
Las arras que ahora en el pedimento el padre del futuro esposo entrega a la novia, no es ni más ni menos reflejo y semejanza, de aquel precio que los antepasados pagaban por buscar mujer a su hijo. Todo es una ceremonia, resultante de aquel acto más que comercial que nuestros abuelos ejecutaban como movimiento socioeconómico, más que de amor… Éste vendría después, si es que llegaba.
Alguien el picaporte de la puerta accionó. Era noche cerrada ya, aunque un cierto resplandor en el cielo, el ambiente llenaba, propio de la estación de primavera y suficiente para poder desplazarse y caminar por las calles del pueblo; oscuras, a falta de una buena iluminación que ayudara en el desplazamiento de los vecinos por ellas, que sólo contaban con simples bombillas semi encendidas que, colocadas en algunas de las esquinas, intentaban romper la oscuridad urbana.
– “¡¡Adelante!!, empuje, está abierto”, advirtieron desde dentro.
– “Pero… ¡hombre! Manolo, ¿Qué os trae por aquí? Buenas noches, vecino”, contestaron aquellos de una forma especialmente cortés y amable.
Los anfitriones, obviamente, ya sabían a qué se debía tal visita.
– “Tomad esas sillas y sentaos”.
– “No, no podemos. Imposible, muchas gracias. Tenemos que hacer muchas visitas aún. El dieciocho de Junio venidero, me caso en la iglesia del pueblo a las once de la mañana, con refrigerio, como siempre después. Y aquí con el pariente de mi novia, padrino de boda, venimos a decirte que sería un placer que en dicho enlace nos acompañases, tú y tu familia”.
– “Hombre… si Dios quiere allí estaremos, ¿Cómo vamos a faltar nosotros a vuestra boda, parientes y vecinos de toda la vida?…
– “Pues gracias, buenas noches, seguimos la ruta que la noche es corta”, concluyeron.
– “Adiós y gracias por vuestra visita”.

Se despidieron y, ligeros, tras consultar la lista que llevaban, se dirigieron a hacer la siguiente visita que, en verdad, era a todo o casi todo el pueblo.
Pocas excepciones había, alguno que no guardara relación alguna por sus formas de vida introvertida y alejada de toda participación o aquel otro que, por roces habidos en toda comunidad, las relaciones de vecindad estuvieran alteradas.
Todos, muy conocidos, muy relacionados y prestos a cumplir con la participación y colaboración en todo acto social y familiar que en la villa hubiera.
Durante varias noches duró, las visitas e invitaciones personales a vecinos del pueblo que, como ésta, solían hacer todos los novios acompañados por el que sería su padrino.
Las invitaciones de fuera, tampoco se solían hacer ni por carta siquiera, sino que, durante un tiempo, le iban mandado recados y avisos con conocidos que por viaje pasaran cerca del domicilio de aquellos. Invitaciones personales y directas. ¿Qué mayor reconocimiento que éste, que los anfitriones a sus invitados les distinguieran con invitación personal?
Pues así se hacía, no por protocolo de especial distinción, sino porque entonces apenas servicios de imprenta había. Además de que, en los pequeños pueblos, de ello no entendían y qué mejor, más directo, más seguro y barato, que la fórmula adoptada en este menester, necesario para enterar a todo el mundo que invitados eran de sus bodas. Finalizados los banquetes, era también de arraigadas costumbres las formas adoptadas para hacer sus regalos. Cada cabeza de familia, de los asistentes, en un momento dado, al terminar el refresco y casi siempre por un familiar, tal movimiento iniciado, al ser advertido por familiar más cercano. Ya, todos los asistentes, se daban por aludidos y puestos en pie y, en fila ordenada, pasaban delante de la mesa de los novios, felicitaban a éstos y a sus padres y, en una bandeja a tal efecto puesta, iban depositando los billetes que de regalo dejaban a los contrayentes…
Yo he visto verdaderas montañas de billetes de todo valor, enterrando las bandejas y parte de la mesa, en algunas de las bodas que he asistido.
A todos los hombres que hacían su regalo, los novios, agradecidos, le donaban un gran puro que casi nunca después se fumaba, no eran los “ahumaos” consumidores de ello.
Sobre la mesa también había una bonita bandeja de cristal con seis preciosas copas. Que yo había visto en más de una boda. Seguro era pedida prestada a su legítima dueña, por lo bonita que era. Esas copas rellenas de licor, eran ofrecidas y, casi todos, bebían un sorbo agradecidos, de ellas. ¡Que costumbres éstas! no sé qué pasaba. Si inmunizados estaban o que Dios les guardaba.
Acto importante y curioso era esperar al recuento del dinero, el resultado, además de bienvenido, era disfrutado si gruesa era la suma conseguida, que más que por su valor dinerario, lo era por el prestigio que daba si dicha cantidad ganaba a bodas anteriores. Y decían:
– “Mira tú… vecina, se comenta que han recogido bastante más de cien mil pesetas de “Parabién”.
– “Que barbaridad, si eso les arregla la vida. Pues que sean muy felices”, contestó su interlocutora.
Mientras, ambas, barrían y regaban sus respectivas puertas, comentando la boda y rajando, también, de algún vestido de invitada o de alguna anécdota ocurrida. Aquel día, en Benalúa, motivo de charla, crítica y anecdotario había, hasta pasados unos días que otro hecho en la villa ocurriera y que fuera merecedor de su atención.
Mayo avanzaba, los preciosos días de tan linda época, ligeros su tiempo agotaban. Las invitaciones estaban hechas, los familiares preparando sus “vestidos de gala”. Tenían boda, y ese movimiento social era más que suficiente para que en un pueblo pequeño, que todos o familia eran o conocidos amigos, debían de estar a la altura y quedar bien ante todos, como demandaba su estatus socioeconómico. Los muebles comprados formaban ya casi un hogar en la casa que habían de ocupar los futuros esposos.
El colchón, con aquella lana que, en días pasados, ya desmotaron, dentro del colchón había sido introducida, quedando muy bien y, así, su misión cumplir. Lugar de descanso, fantásticos sueños, esperanza de vida. Lugar de amor practicado, origen y futuro de esperados hijos, como nuevos vecinos venidos a nuestra aldea.
Estirpe de aquellos enamorados que, en día muy cercano, se entregarían con un recíproco y esperado “Sí, quiero” que vendría a refrendar su historia de amor.
Todo esto en abstraído recogimiento, sus pensamientos ocupaban la mente de la futura esposa que, con mimo y cariño, colocaba su ajuar; aquel que parte de sus días ocupó, aquel que muchas tempranas mañanas la puso a bordar desde años atrás; aquel con el que su vida entregaría al hombre que quiere; aquel que expone para hacer partícipes de su gran alegría a todas sus amigas y vecinas que quieran compartir con ella el gozo que le invade.
Despertó de su aislado estado, se dio cuenta que era tarde y, acelerando su ritmo, terminó de exponer y colocar su amplio ajuar para ser visto y que, con orgullo, enseñaba.
Muchas horas de entregada faena tenía, todo hecho por ella. Bordando cada pespunte iba conformando su ajuar.
Cerró con llave la puerta de lo que en adelante sería su hogar y, cual tesoro, la introdujo con tacto y asegurando que no la perdería, en el bolsillo de su rebeca.
Dirigió sus pasos a casa de sus padres, que pronto dejaría. Hogar de su nacimiento y existencia fue. Que transformará en otro nuevo. Pleno de felicidad, rebosante de alegría y ejemplo para los hijos con que deseaba llenar su vida.
Las campanas de la torre del templo de Nuestra Señora de la Encarnación, comenzaron a voltear, derramando sus sones al espacio infinito, llenando de ecos todos los cercanos lugares que alcanzaba el sonido. Una banda de blancas palomas que, en tejados cercanos picoteaban, en rebato espantaron y salieron volando, formando volumétricas figuras en el aire, que ni el mejor director hubiera orquestado.
Un dieciocho de junio del año cincuenta y seis del pasado siglo, era fecha que quedaría con letras de molde grabadas en mentes, de aquellos que hoy, y en pueblerina iglesia, rodeados de familias y vecinos dirían el “sí, quiero”, al son del himno nupcial y otras canciones venidas al templo a levantar almas y alegrar vidas.
Las campanas aún repicaban, en sus greñas empujadas por aquellos muchachos. En el segundo de los tres repiques que, por costumbre, se daban, discurre el ¡¡din!! ¡¡dan!! de la alegre campana. Las palomas, ya serenas, aterrizaron en tierras cercanas del Borbotón, junto al estanque que saciaba su sed con sus frescas y cristalinas aguas. En casa del novio los nervios afloraron, en la de la novia ni nervios aquello se podía decir que fueran, era algo muchos tonos más subido, casi caos era.
¡No! ¡no!, el novio no se iría a la iglesia a esperar a su amada. En Benalúa somos más finos, más galantes y caballeros.
En Benalúa de las Villas, el novio, del brazo de la madrina, acompañados por toda la familia, con sus mejores galas vestidos y sus más brillantes zapatos calzados, marchan en uniforme grupo, a casa de la novia a recoger e invitar a ésta a caminar junto a ellos hasta el templo.
¡¡Precioso, elegante y socialmente inmejorable, este acto!!.
El encuentro de los dos enamorados, es algo inenarrable. Es en ese momento cuando el enamorado descubre la verdadera belleza de aquella, su princesa que, por la puerta de su casa, sale a la calle a su encuentro. Ella, nerviosa, con su cara divina de rubor virginal, ve en aquel hombre el ser de sus sueños, el compañero de vida y el gran señor que, mirando de frente al futuro, conseguirán casa con olor a hogar, donde la vida pase hasta su senectud llena y plena de lo mejor.

De camino al templo se realiza un paseo semejante al ya descrito, pero éste, gana en mucho a aquel. También ejemplo social y cultural, que jamás en el pueblo, y por nada del mundo, deben dejar de practicar esas costumbres para evitar el olvido.
Delante de tan especial comitiva, radiante y blanca, luciendo vestido y hermosura, marcha la novia a la que cede su brazo el padrino, tras ellos, el novio. Es él ahora el nervioso, cediendo brazo a la madrina y dando algún que otro tropiezo, debido a los nervios, le siguen todos los invitados, y, aquellos que no han podido hacerlo, llenan aceras y pasadizos esperando ver y aclamar a los novios, suspirando algunas ya casaderas y con sana envidia otras de ver la hermosura de la novia.
Entrados al templo, llegado el momento del “Sí, quiero”, el murmullo de los asistentes enmudece. Quieren oír tan lindas palabras que sellan sus vidas. Ya en los finales de los años cincuenta, la sociedad de Benalúa había avanzado. Muchos emigrantes salidos del lugar volvieron a éste con mentalidad distinta, así como los primeros televisores llegaban al pueblo y sus emisiones algunos ideales cambiaban.
Las bodas del momento, ya se parecían algo más a las de otros lugares e incluso a las de la ciudad de Granada. El ambiente socioeconómico y cultural, progresaba también, algo comenzó a cambiar. Hasta muy poco tiempo antes, una novia por lo general no lucía vestido largo, blanco con larga cola, se quedaban más bien, en uno muy normal que después servirá para vestir en fiestas hasta su aguante.
Hoy todo ha evolucionado tanto, todo ha cambiado (no se si a mejor), pero no es lo mismo la vida en los pueblos ahora, que la de hace unos años.
Yo levanto la mano por las costumbres de antes, quitando si pudiera y de un solo tajo, las faltas y carencias que más de uno sufrían. Pero quedémonos con la tranquilidad, la paz y la hermandad pueblerina.
Continua la próxima semana]
INDICE
Prólogo, nota de autor e introducción
Capítulo I Desayunos de pueblo, teléfonos, gañanes, pastores y porqueros
Capítulo II Lluvias, nevadas, noche Santos, gachas, cerraduras y largas veladas
Capítulo III A “La quinta de hogaño”, mediciones, tallaje, coplillas y anécdotas
Capítulo III B “La quinta de hogaño”, mediciones, tallaje, coplillas y anécdotas
Capítulo III C “La quinta de hogaño”, mediciones, tallaje, coplillas y anécdotas
Capítulo IV A De sus campos, sus personajes y vecinos
Capítulo IV B De sus campos, sus personajes y vecinos
Capítulo V A De la “plaza” jornaleros, manijeros, la sierra y sus ¿trufas?
Capítulo V B De la “plaza” jornaleros, manijeros, la sierra y sus ¿trufas?
Capítulo VI A De la Alsina, la “aduana”, su paseo, Semana Santa y procesiones
Capítulo VI B De la Alsina, la “aduana”, su paseo, Semana Santa y procesiones
Capítulo VI C De la Alsina, la “aduana”, su paseo, Semana Santa y procesiones
Capítulo VI D De la Alsina, la “aduana”, su paseo, Semana Santa y procesiones
Capítulo VI E De la Alsina, la “aduana”, su paseo, Semana Santa y procesiones
Capítulo VII A Del final de campaña, almazara, “cagarraches”, día de las banderas
Capítulo VII-B Del final de la campaña, almazara, “cagarraches” y el Día las Banderas…
Capítulo VIII-A De Ben-Alúa, su nombre, sus tributos, la hortaliza, el riego
Capítulo VIII-B De Ben-Alúa, su nombre, sus tributos, la hortaliza, el riego
Capítulo VIII-C De Ben-Alúa, su nombre, sus tributos, la hortaliza, el riego
Capítulo VIII-D De Ben-Alúa, su nombre, sus tributos, la hortaliza, el riego
Capítulo IX-A De los pedimentos, desmote, el ajuar, las invitaciones, las bodas
Capítulo IX-B De los pedimentos, desmote, el ajuar, las invitaciones, las bodas
Capítulo IX-C De los pedimentos, desmote, el ajuar, las invitaciones, las bodas
Capítulo X De los primeros televisores, las sordás, el Día de la Virgen
Capítulo XI Del sosegado otoño, “ahoyar” el pajar, rastrojeras, fiestas
Capítulo XII Del otoño dador de frutos, de ariegas, “¡arrr!”, tostaillos






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