Capítulo VI De la Alsina, la “aduana”, su paseo, Semana Santa, sus procesiones, comidas…
Apenas, la penumbra del alba iba invadiendo las calles, iba conquistando espacio a la noche; ya caminaban por la calle Paseo, hacia la calle Granada y puerta de “la posá”; ella envuelta en su toquilla de lana, apretada con la mano izquierda, alrededor de su cuello y cara y, haciendo equilibrio manual con una ollita que portaba en la derecha, caminaba muy pegada a la línea de fachadas de las casas, resguardándose del fresco airecillo que corría, y se desplazaba rápido.
Él, a unos pasos tras ella, lo hacía por el centro la calle, manos hasta el fondo de sus bolsillo y hombros muy elevados, tratando de tapar su cuello y orejas con aquella raída, pero limpia, chaqueta. Avanzaba a zancadas rápidas y largas, lo que forzaba sus formas y que su espalda hiciera una pronunciada curva inclinada hacia adelante. Rebasó a la buena mujer y, junto a su lado, sin apenas mirarla, masculló un “buenos días” ininteligible.
Ella, sí remató claro y alto: “buenos días vecino, parece que madrugamos, ¿no?”.
Aquel no respondió, giro a su izquierda en calle Granada, mientras ella lo hizo hacia la placeta de la “Posá” y acercándose a la puerta entornada de aquella casa, apartó la cortina de saco, penetrando hasta el pasillo, dando los buenos días. Le sirvieron en su recipiente unos tres cuartos de leche bien medida y recién ordeñada, de las vacas, que al final de aquel pasillo ocupaban las cuadras vaquerizas y cogiendo su pequeña olla, volvió sobre sus pasos. El desayuno de su familia, había venido a comprar.
Nuestro amigo y vecino, dando un empujón a la puerta, entró en el bar, de “Pepe El Monzón y Anita Caurillo”. Sin saludar siquiera, pidió una copa de aguardiente fuerte, mientras las manos se frotaba intentando repeler el fresquito de la calle que, procedente de las sierras cercanas y soplando hacia poniente, corría. Venidero de las sierras de Los Castellones y la del pueblo, por la Cañada Calderero descendía y, ya en El Peñón, empujado y sumado con el chorro venidero del valle del río Moro, se dirigen a poniente, bajando en unos grados la temperatura de la urbe, que ya despertaba al nuevo día.

Algo nuboso, con negros y tormentosos cirros a poniente, arrastrados por el viento reinante, aunque no amenazaban lluvia, daban a la luz diurna un halo de negrura y oscuridad, pero, a punto de romper el sol naciente por el horizonte serrano del Morrón, terminaría con su rayos inundando la colina donde, en aparente descanso, se recuesta y asienta nuestro pueblo blanco -como cualquiera otro pueblo andaluz abrazado a la redondez de la falda del cerro. Hacía pocas fechas que se había celebrado el Miércoles de Ceniza (el 3 de febrero de 1955). Terminando marzo estábamos y, en puertas de la Semana Santa, el domingo de Ramos estaba cerca.
Benalúa vivía en plena cuaresma. Y digo bien, “vivía”, porque era muy común el sentimiento cristiano de dichas fechas. Los viernes, en la parroquia, se celebraba el Vía Crucis y charlas y enseñanzas cristianas, impartidas por el párroco.
En ocasiones especiales venían, en esas fechas, predicadores eminentes que, con su palabra y don de gentes, el pueblo entero a sus sermones acudía. Se les conocía como “Los Misioneros”. Solían colocar en la torre un gran altavoz que, de forma atrompetada, se oía en todo lugar de la villa y parte de la comarca. Era tal la admiración de niños y de mayores el oír aquel cacharro que, a toda voz, inundaba con sus cantos y rezos la vida pueblerina que, incluso los frailes predicadores, sabiendo de la atracción del jaleoso sistema de altavoz, en ocasiones, bromeaban con sana intención y contaban alguna chanza, suceso o chascarrillo que hacía de aquellas nobles gentes motivo de risa y diversión.
Como aquella vez que, acudiendo gran número de parroquianos al sermón del Padre Orza, y al del Padre Largo -y dado que la entrada por la estrecha puerta se complicaba-, el fraile pidió a la gente que las sillas que transportaban las pusieran sobre la cabeza para facilitar el avance.
Como quiera que los religiosos todo lo hacían con los altavoces externos a toda voz, he ahí a los vecinos que, viniendo de los extremos del pueblo y, oídas que fueron las requisitorias de las sillas, se veían a todos por las calles de todo el pueblo caminando, con sus sillas de sombrero… Mujeres y hombres, mozuelos y niños y hasta las mozuelas, que por su recatada actitud, se sentían molestas y ridículas, con ello… ¡¡pero es que lo dice el cura!!
El ayuntamiento ya había encargado las palmas que, el señor alcalde y concejales, en tal celebración portaban. Era ésta, costumbre muy antigua en la villa: comprar las palmas el consistorio y, con ellas, una más elegante y adornada que portaba el sacerdote celebrante.
Aquella tarde el alguacil, D. Eduardo Adalid, esperaba la Alsina; además de para controlar los productos -como cada tarde- que los viajeros traían de la capital, para requisa y pago del correspondiente arbitrio o cargo.
Que curioso: ¡Benalúa tenía “aduana”!
Entonces, en las poblaciones, se llamaba filato y, funcionando a semejanza de una aduana, sometía a pago de arbitrio a todo artículo en la Ordenanza del pueblo relacionado.
Recuerdo que, de muchachos, a la vecina Campotéjar no nos gustaba ir en bici porque, entrando en el pueblo, los guardias nos cobraban unos céntimos de peseta – no más -, por el impuesto de rodaje.
Qué cosas, ¿no?… Una forma más de recaudar, para las vacías arcas municipales con las que el Gobierno no podía colaborar, quizás por estar padeciendo España época de posguerra.
Subía, ya la Alsina por la pequeña cuesta de entrada al pueblo no sin antes haber sido anunciada por la chiquillería que entre las gentes paseantes, jugaban y corrían…
“¡La Alsiiiiina…la alsiiiina!, ¡por el ventorro la Emilia y por la curva del Menuo!”, vociferaban ellos a la par que corriendo, hacia el lugar de la parada se dirigían.

Recibir a la Alsina era una pequeña satisfacción y, esperar y ver a los viajeros que tal aventura habían vivido, una ilusión; porque ir a Granada entonces era un “viajazo”. Estaba muy lejos, con carreteras muy malas, vehículos inseguros y lentos, paradas del bus muy repetidas y largas, sobre todo la efectuada en Colomera y la hecha en Castañeda, donde los viajeros encargaban rellenar sus garrafas de vino, vinagre o aguardiente, a buen precio, y que recogían a la vuelta. Aquella, nuestra querida Alsina, muy despacito, renqueante, parecía como si quejándose viniera y, por su escape arrojando humo que cegaba a los jovenzuelos traviesos que colgarse en la trasera de tan lento vehículo pretendían… enfadando, enormemente, a su chofer Alfonso que, por muchos años, fue conductor de dicho autobús al que, como ya queda reflejado, le llamábamos Alsina, ya que la empresa propietaria era de un tal Torcuato Alsina Graells, adjudicatario de la línea Benalúa-Granada y, todavía, tras muchos años, lo sigue siendo, si bien ahora la empresa, por cambio de nombre -pero derivado de aquel-, se llama ALSA.
Alguna vez, el referido conductor, paraba la Alsina en medio de la cuesta y, llave de ruedas en mano, perseguía con furia a los chavales de la trasera colgados.
Pero lo que, verdaderamente, enfurecía al encargado de la conducción (ya de por sí, hombre algo agrio en sus formas y siempre disgustado), era que, con un trapo, taponaran el tubo escape del vehículo y, subiendo la cuesta, se lo paraban.
Ello era posible ya que, entonces y durante unos años, por escasez de combustible (debido al poco abastecimiento o por falta de liquidez del gobierno), los vehículos a motor se veían forzados a usar “gasógeno”. Otra curiosidad, ¿verdad, amigo lector?
La vida era muy peculiar y las circunstancias del momento hacían agudizar el ingenio para poder proseguir viviendo, para seguir nuestra Historia haciendo.
El tal gasógeno era, ni más ni menos que, gas de madera. Sí, gas de madera conseguido en un artilugio similar a una caldera que, encendido y cargado de taquitos de madera, colocaban y fijaban en algún lugar del vehículo o caja de carga de los mismos. Ello servía para el desplazamiento de éstos, aunque generaba muy poca fuerza y velocidad, lo que daba lugar al paro del vehículo cuando los más traviesos del pueblo tapaban el escape.
El chófer D. Alfonso, además de dirigir los mandos de aquel antiguo vehículo, era recadero, repartidor, farmacéutico, traedor de regalos para novias, u otras cualesquiera personas, recaero y “pirata” de toda clase de género. El hombre tenía montado, con su recadería, un verdadero negocio. Cobraba por cada encargo algunas – pero pocas – pesetas que venían a engrosar su sueldo. Hay que reconocer que hacía un buen servicio al pueblo. Escasez de tiendas había y ni farmacia teníamos.
Llegado fue el autobús a la puerta de Teodoro García Raya, alias “Tedorico”, número 44 de calle Granada y aparcaba. Pero no crean que maniobra alguna hacía, no. Aparcaba en el centro de la carretera y seguro que a nadie estorbaba.
Ante la inminente parada, los chaveas de la trasera corriendo salían, porque lo primero que Alfonso hacía, tras echar el freno mano de un seco tirón, era salir rápido a intentar coger a alguno de aquellos que la vida amargada le traían.

Toda la gente, con la excusa de esperar la alsina, aprovechaba el momento para pasear por la carretera, sobre todo con el buen tiempo. Retahílas de mozuelas jovencitas cogidas del brazo (“bracete”, le decíamos), paseaban de arriba a abajo y, cruzándose con grupos de muchachos, se intercambiaban disimuladas y furtivas miradas o, se acercaban a ellas y, juntos paseaban. Paseos éstos que eran comienzo y cimiento de futuros noviazgos y promesas de amor de nuestros jóvenes muchachos. Para ellos y ellas, aquel paseo diario esperando la Alsina, era momento de ocio y de escape de las rudas tareas de un pueblo humilde, sencillo, con bonitas costumbres y con grueso trabajo. Todos ellos a la par, rodeaban el autocar que, caliente del viaje, era “asaltado” – por una escalera trasera que tenía -, por algún joven ya entrado en años. Recuerdo que alguno de esos muchachos eran: Pepe Castro, alias “El Pipes” o Enrique el de la Miguitas, alias “Pelanas”; los dos muy conocidos de todo el pueblo y excelentes persona; a ambos recuerdo con simpatía.
Desde arriba alargaban los bultos, paquetes y sacos, que los viajeros de la capital traían. Entonces no había maletas (ese utensilio apenas se conocía), como mucho un gran bolso o cesto que venía bien para guardar toda clase de género.
Terminada dicha faena (entrecruzando algun saludo y tomadas sus cosas), la gente – paseantes y viajeros -, volvía a sus casas en busca de la cena.
Aquella tarde, del techo de la alsina, bajaron un bulto más grande de lo normal, y muy largo. Aquel era el encargo que el alguacil esperaba, allí estaban las palmas de Domingo de Ramos que el Ayuntamiento aportaba a tan insigne fiesta. Quedaba transportarlas hasta el portalillo del ayuntamiento, pero eso no era problema, nuestro buen funcionario encargaba a dos o tres chaveas que, tomando las palmas sobre sus hombros a la casa consistorial llevaban.
Esas palmas serían, palmas de júbilo y exaltación de Jesús en su entrada triunfante en Jerusalén que, a lomos de una pollina, fue recibido por la muchedumbre eufórica que, pasados unos días, gritarían: “¡¡crucifícalo!!, ¡¡crucifícalo!!”.
Esas palmas que hoy trajeron los chavales, desde la parada de la Alsina al ayuntamiento, solamente emularán aquel acontecimiento, éstas, junto a ramas de olivo, servirán para que los vecinos del pueblo vivan una ceremonia conmemorativa del hecho bíblico.
INDICE
Prólogo, nota de autor e introducción
Capítulo I Desayunos de pueblo, teléfonos, gañanes, pastores y porqueros
Capítulo II Lluvias, nevadas, noche Santos, gachas, cerraduras y largas veladas
Capítulo III A “La quinta de hogaño”, mediciones, tallaje, coplillas y anécdotas
Capítulo III B “La quinta de hogaño”, mediciones, tallaje, coplillas y anécdotas
Capítulo III C “La quinta de hogaño”, mediciones, tallaje, coplillas y anécdotas
Capítulo IV A De sus campos, sus personajes y vecinos
Capítulo IV B De sus campos, sus personajes y vecinos
Capítulo V A De la “plaza” jornaleros, manijeros, la sierra y sus ¿trufas?
Capítulo V B De la “plaza” jornaleros, manijeros, la sierra y sus ¿trufas?
Capítulo VI De la Alsina, la “aduana”, su paseo, Semana Santa y procesiones
Capítulo VII Del final de campaña, almazara, “cagarraches”, día de las banderas
Capítulo VIII De Ben-Alúa, su nombre, sus tributos, la hortaliza, el riego
Capítulo IX De los pedimentos, desmote, el ajuar, las invitaciones, las bodas
Capítulo X De los primeros televisores, las sordás, el Día de la Virgen
Capítulo XI Del sosegado otoño, “ahoyar” el pajar, rastrojeras, fiestas
Capítulo XII Del otoño dador de frutos, de ariegas, “¡arrr!”, tostaillos
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