Vareando aceituna

El amanecer con humo. Benalúa de las Villas… Hijos Dulces de Dios (VII-A)

VII. Del final de la campaña, almazara, “cagarraches” y el Día las Banderas…

Los carámbanos -”carámbalos” decíamos nosotros -, colgaban de los tejados en puntiagudas lanzas, los caminos escarchados, se mostraba un bello aspecto blanco en senderos, veredas y agros, las hojas de la hierba aprisionadas, por agujas cristalinas del hielo albo y una tenue neblina azulada, a ras de suelo, que helaba las palabras.

Es por ello que caminaban, en hilera, uno tras otro, callados, enmudecidos, sin articular palabra, tratando de evitar que en su garganta entrara bocanada del estepario frío que hacía.

Seguíales el dueño, que les había contratado para la “vará”… con reala de acémilas, bien enjaezados y preparadas para acarrear el fruto recolectado en la jornada.

Era tal el seco frío que hacía, que a ninguno se le ocurrió montar una bestia. Temen quedarse helados y por ello preferían caminar, lo hacían por una vereda estrecha de sinuoso y serpenteante ascenso, alejándose del pueblo que, a su espalda, quedaba mostrando una amplia y hermosa panorámica que, de no ser por el turbante de humo que la cubría, bella estampa presentaba para admirar. No obstante mostraba una misteriosa estampa de azulados reflejos que le daba la humareda. Como cada mañana, como todas las mañanas, al pueblo cubría una densa capa de humo que provenía de lumbres y pavas que, poco antes, calentarían el fuerte desayuno de los peones. Unas abundantes y buenas migas de pan con tropezones o riquísimas papas fritas con huevos y algún trozo de chorizo o morcilla, todo rematado con un exquisito tazón de leche, muy caliente, acabada de ordeñar y en sopas de pan empapada..

Hacia la finca de olivos, donde hoy varearían y recogerían las aceitunas cosechadas, se dirigen. No había demasiada prisa aquella mañana. La fuerte helada que atenazaba los frutos y ramas de olivos, no es el mejor estado en que estos se puedan varear. Los daños que se les ocasionan es causa de que el venidero año dejen de dar cosecha. Esa fue razón para que mientras el amo desapareje, asegure, y trabe los mulos, junto a un chaparro de encina, que les sirva de cubierta y abrigo. El hato, ordenado, se cuelga de algún olivo para evitar la rapiña por alimaña o perro; de las meriendas, en talegas traídas por cada uno de los aceituneros.

No había entonces mochilas, ni bonitos bolsos o embalajes similares, razón ésta por la que las señoras de Benalúa, valiéndose de alguna prenda vieja, confeccionaban talegas. Con una cinta corredera en parte superior que, al desplazarla, la comida quede a buen recaudo.

Cada obrero, cada peón o trabajador, además de su talega, por la cinta colgada a su hombro, se significaba por sus pantalones de pana, alguna vez raídos o remendados en rodillas y posaderas. pero siempre limpios y cuidados, sus abarcas, con peales de recia lona y aquellas, hechas por el mismo que las calzaba. De un neumático de rueda vieja, de los escasísimos coches que entonces había. Lo que representaba ardua y difícil tarea hacerse de alguna.

Completaba sus prendas de vestir, una camisa (aquí lo conocíamos como “camisón”). Eso sí, todos casi iguales y con unas rayas similares de color azul y muy finas, que las distinguía. Tampoco había camisas, camisetas ni nada de lo existente ahora, de colorines y rótulos en pecho o espalda, que hombre anuncio se parece.

Antiguas abarcas.

No las había, pero si hubieren existido, pobre del que se atreviera a vestirla, centro de chistes, chascarrillos y burlas, por parte del resto de la cuadrilla, hubiera sido.

Sobre ésta un recio “saquito”, así se conocían a los gruesos jerseys que usaban, claro, también tricotados por damas o jóvenes de la comunidad pueblerina.

Se remataba el vestir, con una chaqueta que, antaño, fue dominguera y, habiendo pasado el tiempo sobre ella, quedó como parte del equipo de trabajo.

Algunos, más pudientes, vestían vistosas pellizas. Prendas de abrigo bien forradas y cómodas, aunque algo pesadas.

Lo que todos llevaban y usaban, sin faltar a ninguno, era su gorra de paño con visera que, además de abrigar y tapar el sol, servía para evitar algún aceitunazo que, partiendo de la vara del compañero de enfrente y con maligna trayectoria, pudiera estrellarse en tu ojo y ver luces, luceros y rayos, al tiempo que recordabas a la familia del que había puesto su fuerza en ello. Que no su intención.

El equipo de ropa de trabajo, con el tiempo, cambió. La llegada de maquinarias y tractores, su mayor comodidad de uso y, por tratarse de prenda íntegra que todo el cuerpo cubría, llegaron los azulones buzos de trabajo, conocidos “monos” que los laboriosos benaluenses suelen usar ahora.

Un peón, aprovechando que encendía el cigarro de costumbre, antes de agarrarse al trabajo, juntó un brazado de leña y la prendió.

Al calorcito del fuego todos se acercaron para esperar un tiempo, dar lugar al deshielo de los olivos y, de camino, quitar algo de frío de sus pies y manos.

Al resguardo de la rústica lumbre, se volvían para la espalda calentar, y era entonces cuando disfrutaban de la bonita estampa panorámica de su pueblo, bajo la nube de humo que perenne le acompaña cada mañana.

Al mismo tiempo que se observan, en la lejanía, numerosas señales; chorros de humo que denotaban que allá, otras cuadrillas, hacían lo mismo: esperar mejor momento para comenzar la faena.

Era entonces el campo benaluense – municipio poco extenso – agro con casi todas sus tierras, de calma que los agricultores dedicaban entonces, a la siembra y recolección de legumbres y cereales.

Trigos recios, valencianos, de gruesa harina. Años después vendría el trigo “dima y mara” y otros parecidos; de cuerpo, tallo y espiga endeble. Incomparables con la de aquel que presentaba mata y espiga de desarrollo fuerte y grande, grano grueso con raspa negra que a los empujes del viento ondeaba de forma preciosa, imitando cuadro de marinera estampa.

Las cebadas, garbanzos, habas, vezas, yeros y demás sementeras, llenaban nuestros campos con sus buenas cosechas, por lo que el olivo era escaso.

La tierra de labor, en el municipio, presentaba una forma de cultivo minifundista.

Lo criado en sus tierras era cultivo de subsistencia. Ya que cada labrador y, por costumbre impuesta por la forma de vida, cosechaba un poco de todo, al objeto de mantener la despensa de la casa y contar con un buen silo de alimentos para el ganado doméstico. Nada más lejos del latifundio existente en otros lugares de Andalucía.

Hasta los años sesenta en que, valiéndose de grandes máquinas y la llegada de tractores, se comenzó la preparación y acondicionamiento de las tierras, para la plantación masiva de aquellos.

Hoy el olivar de Benalúa de las Villas es excelente, contando el pueblo con un plantel de magnífico arbolado ejemplo del bien hacer de los olivareros ahumaos.

Complejo industrial de la almazara de la Cooperativa San Sebastián

Ayer decíamos que las olas de los verdes y recios trigos semejaban a la mar Mediterránea. Hoy se dice de Benalúa de las Villas, aquel eslogan que repetidas veces he escuchado: “Benalúa, mar de olivos”. Riqueza insigne del lugar, distribuidora de bienes de la zona, bienestar de olivareros, fertilidad de nuestras tierras y despensa de sus gentes.

La cooperativa San Sebastián de la almazara de Benalúa de las Villas, por su buen funcionamiento y organización es alma y motor de toda su sociedad.

“Es hora de comenzar la faena”, les comunicó el manijero.

Todos con su vara y tomando los mantos que entonces había. Aún no muy buenos, por falta de previsión del mercado. En la actualidad, grandes y amplios mantos, de escaso peso en grupo de tres, uno de ellos extendido y colocado en la parte más baja del terreno y con estacas clavadas en su extremo bajero, para evitar el derrame y escape del fruto vareado; es receptor de otros dos en paralelo desplegados a ambos flancos del árbol, cubriendo un extenso espacio del suelo y ruedo del olivo.

Un mar de olivos.

Es tan rápido el progreso que también dicha faena está cambiando sus formas: renovadas y modernas máquinas vibradoras, tanto integrales como individuales, las famosas “guitarrillas” van reemplazando a la vara, agilizando la recolección y acortando, en mucho, la temporada.

Preparado el olivo, con su suelo arropado, comenzaba el vareo de éste, para lo que se había de tener experiencia y maña. Los golpes hay que darlos con la fuerza y ángulo adecuado, para no dañar tallos y ramas que merman, en mucho, cosechas venideras.

Hoy fuerte helazo había, de los llamados por acá “negros”; creo que no por su color, sino por sus consecuencias, ya que las bajas temperaturas queman cosechas y plantas.

Por ello se “agarraron” más tarde, para no aumentar daños. Serían algo más de las diez, de aquella gélida mañana. Hora que fue comprobada, al consultar el manijero, su reloj de bolsillo, de tapa brillante que protege su esfera, donde un retrato de familia tenía pegado. Para conometrar la jornada: “la diez y cuarto son”, dijo elevando algo la voz, al sólo propósito de hacer sabedores a los cuatro de la cuadrilla del momento en que comenzaban.

Transcurre la mañana con el trasiego normal de cada día, según avanza las horas, se fundía la escarcha, seguida de los charcos cubiertos por gruesos hielos.

La mañana abría y los oblicuos rayos de sol, precursores de un gran día, alumbraban el olivar, quedando sin licuar la escarcha de sus sombras, pero caldeando el ambiente en temperatura que subía. Y pasarían cuatro horas de laboriosa recolección, de oír trinos de pájaros, zorzales, alondras, alcudones y palomas. Así como ecos lejanos de canciones tarareadas por otros jornaleros que, alegres y contentos, cumplían la jornada aceitunera. Al igual que casi todos los hombres de la comarca que también mujeres había y ,éstas, trabajo muy duro era el suyo: recoger aceituna en el suelo, muchas veces, presa del hielo y barro y cogidas una a una.

Canciones aquellas que, en la lejanía y entre valles y cerros, inundaban campos y majadas.

Advertidos por el manijero, era el momento de merendar. Hubieron de buscar sombra ya bajo un olivo que, cercano al “tajo” había, con su suelo muy adecuado para descansar mientras merendaban.

No sé por qué se le dice “merienda”, si no es tal: es almuerzo lo de ahora. Porque aquella viene después.

Momento cumbre: “parar a merendar”.

Es cierto que todo buen peón aceitunero, goza un montón con esta comida que, formada de variada clase de viandas y en la que no faltan productos de matanza propia. Es disfrutada a tope, por su cantidad, calidad y el descanso. Recostados sobre la tierra se goza del alimento, de charla amena y mucha paz.

Media hora o tres cuartos. A la hora pocos llegan.

[Continúa la próxima semana]

INDICE

Capítulo VII A Del final de campaña, almazara, “cagarraches”, día de las banderas

Capítulo VIII De Ben-Alúa, su nombre, sus tributos, la hortaliza, el riego
Capítulo IX De los pedimentos, desmote, el ajuar, las invitaciones, las bodas
Capítulo X De los primeros televisores, las sordás, el Día de la Virgen
Capítulo XI Del sosegado otoño, “ahoyar” el pajar, rastrojeras, fiestas
Capítulo XII Del otoño dador de frutos, de ariegas, “¡arrr!”, tostaillos

Gregorio Martín García

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