[Viene del capítulo anterior]
Después de postre y tabaco, a trabajar otra vez llama el manijero.
Que, reloj en mano, mira la hora y se dirige hacia el tajo, a recomenzar la tarea, dar las dos últimas horas finales, cargar las acémilas e ir hacia la almazara. Después de haber cribado la aceituna recogida en la criba que un tobogán, más bien, parecía; con alambres paralelos por donde escapaban hojas y tallos de las aceitunas, cuando despeñaban estas, desde una especie de tolva que arriba tenía.
Este aparato, la criba, era descubrimiento de “última generación”, en la mitad de los años cincuenta del siglo pasado. Llegaron como un gran invento a nuestros olivares.
Antes, la tal faena se hacía, tirando puñados de aceituna a un manto, puesto a unos metros, formando pantalla y remanso para recoger los frutos que, tras volar, esos metros, las hojas quedaban atrás logrando separar: “la paja del trigo”. O sea, las aceitunas más pesadas llegaban al manto limpias, quedando en el camino la granza y hojas más livianas y que caían al suelo.
Los mulos, bien cinchados y, fijada y segura, la carga con sogas y pericia, tres grandes sacos cargaban, con peso aproximado a unos doscientos kilos y, de esa forma acarreado, lo recolectado ese día, por nuestros cuatro cuadrilleros, contratados por el dueño del olivar para toda la “temporá”.
En la época que nos ocupa y, considerando los aparejos y equipos con que contaban y los sistemas de vareo y recogida usada, un peón podría recoger una media de doscientos cincuenta o trescientos kilos. A pesar de la poca aceituna habida en los tiempos que relatamos, por el escaso olivar y, a pesar de existir hasta tres almazaras, se formaban grandes colas de mulos que, con sus sacos ya pringados de caldo de aceituna, aceite y jamila revueltos, alpechín ya sudaban de tanto vuelco recibido. Alrededor de las básculas que, manejadas por un encargado, tenían que estar haciendo pesos hasta muy entrada la noche.
Vaciando aquellos sacos pringosos, en una enorme pila de aceituna formada en los patios de la almazara que, en cansino y lento rodar de un “sinfín” de tolva antigua, quejoso, repartía un ruido de pereza y de cadencia, ejemplo de lentitud. Caudal muy mermado de aceituna llevaba dentro de la nave y, al pie de piedras cónicas rodantes, dejaba. Machacadas, molidas y convertidas en pasta, las aceitunas pasaban a la batidora, muy caliente, por una hornilla que la fábrica había de mantener con temperatura específica y adecuada para que, al pasar por la prensa de esterillos, la masa expulsara y desnudara de todo el zumo contenido y, por canalillos dispuestos a los pozuelos caía, donde decantaba por simple gravedad y trasiego, de uno a otro pozuelo. Aceite amargo y picante. Aceite recio y muy bueno se lograba con aquel sistema: lento y arcaico, de maquinaria rudimentaria usada desde tiempos remotos.
Terminaba la “vará” de recogida y la etapa de almazara muy tarde, allá por los comienzos del mes de mayo y debido a varias razones, a pesar de la menor plantación de olivos. Una de ellas era estar en la equivocada creencia de que hasta después de Reyes la aceituna no estaba madura. La otra, la lentitud de los tiempos, impuesta por el mal y menor equipamiento y por tomarse el tiempo con distinta y mejor filosofía que la de ahora.

Así como por la clase de olivos, que era de peor selección. Había olivos lechines, hojiblancos y demás plantas no seleccionadas que rinden mucho menos. Ahora el olivar de Benalúa – esas grandes extensiones de dicho árbol que hasta la tierra tapan -está seleccionado y casi todos son nevados o marteños, picuales o loaimes. O de otras
clases, pero pocas, ya que no es aconsejable muy distintas clases de olivos que a la misma almazara vayan.
Contrasta todo con los nuevos tiempos que ahora vivimos: año veinte de este siglo que ha venido a revolucionar todo. Pasando de lo físicamente manual a la mecánica, de ésta a la electrónica, de la electrónica a lo digital y, en los albores de lo cuántico, nos hallamos. De la máquina Olivetti de escribir, al sorprendente Internet, del viejo teléfono aquel, a éstos, con que nos hacemos acompañar y todo el día consultamos. Y de la ruidosa máquina de vapor de tren renqueante, al ligero y ultrarrápido Ave.
Y hemos logrado, en pocos años, un cambio excepcional, donde la comunicación, la información y el conocimiento son bases y cimientos de toda relación y evolución humana. A escala mundial.
De aquellas piedras rodantes que sobre otras molían, o aquellas antiguas prensas que, preñadas de esteras agujereadas y traspasadas por aguja de fuerte acero, forzaban a la masa de aceituna, a escupir el zumo; caldo del fruto del olivo que “oro verde” han venido en llamar. Comparamos y vemos el tremendo salto dado, sólo en nuestro pequeño pueblo, sede de una gran almazara reconvertida, moderna y con muchos socios que, cada vez, engrosan más esta gran fábrica que, trabajada por un buen equipo de técnicos, un gran grupo de comerciales y administrativos, su consejo rector, asamblea general y presidente hacen que, gobernada y manejada por un diligente profesional y gestor, como D. Eduardo Valverde se haya conseguido de dicha empresa que, alma social, económica y repartidora de riqueza, de Benalúa de las Villas, sea.
¿Quién no conoce la cooperativa aceitera San Sebastián de Benalúa de las Villas? ¿quién no conoce sus productos? ¿quién no ha probado sus aceites? su archifamoso “Amarga y Pica” y ¿quién no sabe de sus premios ganados por sus ricas grasas?
Productos conseguidos por ese plantel de empleados que, mueven tienda, almacén de abonos y otros que, junto con los de la campaña de molturación, hacen que se mueva el complejo industrial de la cooperativa de manera excepcional.

Y he aquí también un contraste que, variable de los tiempos es: no se puede comparar la bata blanca que podrían llevar los “cagarraches” de ahora con el “mono” – ni se sabía de qué color – que llevaban antes; algo hubiera ganado si se le ocurría dar un estrujón al mentado trapo, porque, seguro conseguía escurrir un frasco de aceite, en él almacenado. Venía el sonido, de abajo, de la carretera, de la puerta de “La posá” parecía proceder; las dos vecinas que, muy hacendosas, barrían y asea- Joseillo, Mari Dori y Manuel el del Cortijo Río recibiendo a la Cofradía de Colomera. Foto cortesía de Mari Luz Romero García.
ban parte de la calle, frente a su puerta; ¡Que barrida ésta!, regaban de forma homogénea, con su mano derecha; sacando repetidos y continuos golpes de agua del cubo sobre la asentada tierra, cuidando que no formara charco y no quedara calva sin remojar.
Se ofrece, ya, un entorno limpio que, momentos antes, las piaras de cabras y cerdos – como cada mañana – habían pasado camino de los pastos. Por unos momentos charlaron, antes de volver a seguir con las faenas de la casa.

“Buen tiempo les hará a los romeros” dijo una de ellas. “Este año, si nos hubiera tocado en la Cofradía, decía mi marido, que hubiéramos ido pero, no sé… ya llevamos varios años que no tenemos suerte” replicó la otra vecina y añadió: “este año, hasta fuimos al sorteo de hace unos días que, como cada año, se celebra en casa de Juan Manuel García Raya, el Hermano Mayor, pero ni por esas”. “Otro año será… ¡mujer!… no te quejes. Tu verás como la Virgen de la Cabeza te ayuda”, respondió. Se oían tambores redoblando con fuerza joven, sobre el pellejo Juan Manuel García Raya y su hija Aureliana. Foto cortesía de Laura Romero García.
atirantado de aquellos timbales que algo anunciaban, con baquetas movidas al viento a ritmo acompasado, atronando el escenario, ya concurrido con bastante gente, que esperaban la salida del autobús de aquellos afortunados que partirían, en breves momentos, hacia el Cerro del Cabezo, en la Sierra Morena Jiennense, donde la Virgen María, bajo la advocación de “Virgen de la Cabeza”, se le apareció a un pastor manco de la vecina Colomera.
Ya había avanzado la mañana, numerosas personas esperaban, desde hacía rato, la llegada de la comitiva oficial de la Cofradía, que tenía aparcado el autobús en calle Granada. Hasta hace escasos años, era un camión al que se le adaptaron unas sillas, unas tablas transversales, donde algunos se sentaban.
El camión le tomó el relevo a carros agrícolas y mulas y éste, a su vez, se la cedió al autobús que esperaba, al final de calle Paseo, en su encuentro con calle Granada, a la altura de donde hoy está la farmacia y la pescadería, casa que fue de D. Julio Raya y hoy de herederos de Gregorio Martín Castro, y su esposa, Mercedes García Raya, .
Entre el numeroso público reunido había bastantes trabajadores de la jornada laboral del pueblo que olvidando los tajos por un rato, querían despedir y comprobar cómo aquellas personas viajarían a la Sierra durante unos días a visitar la ermita y divertirse.
Una aventura envidiable para aquellos tiempos en que había muchos vecinos que, a pesar de sus años, de Benalúa y alrededores, no habían salido. Sólo decir, a modo de ejemplo, que había quintos que marchaban al cuartel y por primera vez salían del pueblo.

Foto cortesía de Mari Luz Romero García.
Era viernes de la semana del último domingo del mes de abril, cuando Benalúa iría a ponerse a los pies de La Morenita, en ese día tan señalado, domingo, veinticuatro de abril del año mil novecientos cincuenta y cinco.
Hacía muchos años que nuestra Hermandad existía y, al igual que éste, con su devoción mariana, había cumplido.
Por el callejón de Los Bueyes, apareció el grupo de cofrades, con el Hermano Mayor, cetro en mano, a la cabeza. Le seguían los abanderados que, aquel año, la suerte había elegido y, los demás cofrades que, al son del tambor, por El Cuevas redoblado y batido, hacia el autobús caminaban, saludando a derecha e izquierda y despidiendo contentos a los conocidos que encontraban.

Las banderas, sueltas al viento, que con ellas jugaba con sus telas bordadas, sacudidas y onduladas, parecían gozar de aquel día que, con sus cintas revueltas y despeinadas por el aire, desfilaban prendidas de la pica, que arriba reflejaba en destellos, el sol joven de la mañana.
El vehículo preparado y en marcha, el equipaje sobre su techo guardado y los viajeros todos presentes. Se ponen en marcha, blandiendo sus manos.
“¡Adiós!, tened suerte, ¡un muy buen viaje! y hasta el Domingo”.
La Morenita les esperaba. La señal de la Cruz sobre sus pechos presignaron y, en breve oración, el camino emprendieron ilusionados. Acto del Día de las Banderas
[Continúa la próxima semana]
INDICE
Prólogo, nota de autor e introducción
Capítulo I Desayunos de pueblo, teléfonos, gañanes, pastores y porqueros
Capítulo II Lluvias, nevadas, noche Santos, gachas, cerraduras y largas veladas
Capítulo III A “La quinta de hogaño”, mediciones, tallaje, coplillas y anécdotas
Capítulo III B “La quinta de hogaño”, mediciones, tallaje, coplillas y anécdotas
Capítulo III C “La quinta de hogaño”, mediciones, tallaje, coplillas y anécdotas
Capítulo IV A De sus campos, sus personajes y vecinos
Capítulo IV B De sus campos, sus personajes y vecinos
Capítulo V A De la “plaza” jornaleros, manijeros, la sierra y sus ¿trufas?
Capítulo V B De la “plaza” jornaleros, manijeros, la sierra y sus ¿trufas?
Capítulo VI A De la Alsina, la “aduana”, su paseo, Semana Santa y procesiones
Capítulo VI B De la Alsina, la “aduana”, su paseo, Semana Santa y procesiones
Capítulo VI C De la Alsina, la “aduana”, su paseo, Semana Santa y procesiones
Capítulo VI D De la Alsina, la “aduana”, su paseo, Semana Santa y procesiones
Capítulo VI E De la Alsina, la “aduana”, su paseo, Semana Santa y procesiones
Capítulo VII A Del final de campaña, almazara, “cagarraches”, día de las banderas
Capítulo VII-B Del final de la campaña, almazara, “cagarraches” y el Día las Banderas…
Capítulo VIII De Ben-Alúa, su nombre, sus tributos, la hortaliza, el riego
Capítulo IX De los pedimentos, desmote, el ajuar, las invitaciones, las bodas
Capítulo X De los primeros televisores, las sordás, el Día de la Virgen
Capítulo XI Del sosegado otoño, “ahoyar” el pajar, rastrojeras, fiestas
Capítulo XII Del otoño dador de frutos, de ariegas, “¡arrr!”, tostaillos





