Ana María, Juan Carlos y Jose Antonio Martín Afán de Rivera

El amanecer con humo. Benalúa de las Villas… Hijos Dulces de Dios (VIII-B)

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En un trozo de tierra se cultivaba de todo. Destacando los hermosos melones de clase Leyva, rayados o de piel de sapo, y sandías rojas o blancas, igual daba que, sembradas en secano, bien labradas y cuidadas y con el rastrillo trabajadas con destreza y gana, se lograba que tuvieran un buen y dulce sabor. Como péndulos, en vigas y tirantas de las casas, ofrecían una vista e imagen, más que original. Todo el año aguantaban, hasta darse el caso de que, frecuente era, sembrar nuevos melones con las semillas sacadas de uno de los que aún quedaban colgados de la cosecha pasada.

Se colocaban en puntillas a tal menester dispuestas, en techos y tinaos con unos hábiles, sencillos, pero raros ataderos, especie de lazo que, con esparto se hacían, mientras se tomaba el agradable sol primaveral y un rato de charla en tiempo de ocio, en cualquier esquina de las habidas.

Por costumbre, en ellas charlando y, a veces, discutiendo, se arreglaban problemas de toda clase e índole. Aunque había unos problemillas que no se tocaban, ni en dichos “parlamentos” se discutían. Era mejor así hacerlo.

La política estaba vetada. “Tú me hablas a mí de lo que quieras, pero no me compliques la vida con politiqueo” se pensaba más que se decía porque la boca cerrada, era más segura.

El vendedor ambulante de hortalizas, entraba en Benalúa para lo que dio varios y fuertes pregones haciendo de público conocimiento lo que vendía.

Media mañana era; buen día se presentaba; las calles tranquilas, los hombres en sus tareas, los chavales en sus colegios esperaban salir en unos momentos a disfrutar de media hora de recreo en la plaza. Ésta, aún de tierra y de irregular forma, no había llegado aún a ser pavimentada, al igual que las calles que, lo fueron años después, con firme de piedra, picada por trabajadores del pueblo que, con pequeños mazos de hierro y pisadas las piedras con uno de sus pies, la golpeaban hasta conseguir medio triturar. Después con una capa de cemento las cubrían, quedando una calzada, algo irregular pero la mejora era patente. Los barrizales, después de largos temporales, eran inmensos… y con el pavimento, éstos acabaron. En las calles los vecinos ya podían dejar de poner pasaderas de piedras en hilera, para al otro extremo de la calle poder pasar. Parecía mentira, el pueblo presentada “otra cara”.

Recuerdo, en concreto, una gran piedra semienterrada, con un tercio de su volumen fuera, cual iceberg a flote en el océano y situada en la puerta de la casa de D. Laureano, donde mucho tiempo existió una escuela que él regentaba y asistía.

Ana María, Juan Carlos y Jose Antonio Martín Afán de Rivera. Al fondo se observa la cerca de la verbena en la plaza, eran las fiestas. Foto cortesía de Ana María Martín Afán de Rivera.

El hombre, a falta del brazo izquierdo, por accidente sufrido de joven se dedicaba a la enseñanza y bien que lo hacía, aún sin tener los estudios de la carrera adecuada. La cultura adquirida le era suficiente para, en clase particular, adiestrar como mínimo en “las cuatro reglas”, como se decía entonces. Daban por suficiente saber sumar, restar, multiplicar y algo dividir. Lo que se necesitaba para el mercadeo propio de un agricultor y para medio defenderse en la vida. Y vivía de cobrar una cuota, acorde con el trabajo que prestaba, en horario adaptado al tiempo libre de los muchachos ya que, éstos y por necesidad de entonces, solían ayudar a sus padres en los campos, sobre todo en faenas de siembra y labores auxiliares de la labranza. Y estos menesteres empezaban a ejercerse con seis o siete años y hasta que el muchacho bien desarrollado y fornido pasaría a ser gañán, carretero, buen segador, o todo a la vez. Y así solían ser, y son, los hombres de campo de Benalúa.

Hoy voy a echar”, decían, cuando de ir a sembrar se trataba, que con “severo” colgado del brazo izquierdo a la altura del codo, tras la yunta de su padre u otro cualquier gañán.

Depositaban, con acierto y habilidad, las semillas de habas, garbanzos, yeros o veza, en los surcos de la bezana que el arado rompía en la fértil tierra de la que buena cosecha esperada.

Las agujas del reloj de D. Antonio, marcaban las once… “Vamos niños… vamos al recreo”.

Igual comportamiento, la maestra de niñas, Dª Puri, hacía. Un volcán de niños escupía la puerta de la escuela, gritando, corriendo y jugando, bajaron la escalera. Si alguno por ella caía, no representaba peligro, pues era tal la apretura con que bajaban hacia la plaza que, si alguno caía, no rozaría ni el suelo. Las niñas también algo gritaban, pero su comportamiento mucho dista del de los niños… eso no ha cambiado.

En unos segundos, la amplia explanada de la plaza se llenó de chavales de todas las edades. Unos corriendo a la piedra gorda de la plaza, que ocupaban y seguían sacando brillo, redondeando sus aristas, como en tantos años pretéritos sus antepasados hicieron.

Entre todas las generaciones que en ella se deslizaron y jugaron, lograron el brillo que ésta lucía. Con la reestructuración y arreglo de la plaza, esta gran piedra fue sacada de su lugar y yo, como crío, estuve presente y, de verdad que, algún sentimiento hubo que alteró mis pensamientos y recuerdos de aquella piedra que siempre vi allí y sobre la que tantas veces jugué.

Otro gran grupo de escolares con una gran pelota que el maestro nos había regalado, jugaban a algo parecido al fútbol. Parecido, porque las reglas varían o se alteran con cada jugada, con cada movimiento, instaurándose aquella que, entre los que la discuten, más fuerza en sus gritos aportaba.

La Nena. Foto cortesía de Ana Mª Martín Afán de Rivera.

Otros, al juego del “pilla pilla” se distraen, mientras las niñas, las más, sentadas en corro sobre las escalinatas que desde la salida del portalillo a la plaza bajaban. Charlaban de nanerías o se burlaban de algún niño de los que enfrente jugaban. A veces, con gestos algo confidentes y positivamente maliciosos, según la edad.

Los niños con el fútbol ocupaban el centro. El resto de amigas, jugaban en una esquina de la plaza a “la balde”, un juego de pelota que, sobre las cabezas de las participantes, puestas en fila y un bando frente a otro, una lanzaba, habiendo de ser cogida por una de bando contrario, si se le caía, una serie de corridas, requiebros y agarres se sucedía, hasta que ocupaba un puesto la que perdía. Era juego muy usado por las niñas.

La plaza bullía de gritos de niños y llena de alegría por aquellos jóvenes que, pronto, serían relevo social, económico y vital de la comunidad a la que pertenecían. Habrían de tomar los puestos y cargos de responsabilidad y cargar con los problemas habidos. Por eso la escuela era, y es, necesaria para preparar el futuro venidero.

[Continua la próxima semana]

Capítulo VIII-B De Ben-Alúa, su nombre, sus tributos, la hortaliza, el riego

Capítulo IX De los pedimentos, desmote, el ajuar, las invitaciones, las bodas
Capítulo X De los primeros televisores, las sordás, el Día de la Virgen
Capítulo XI Del sosegado otoño, “ahoyar” el pajar, rastrojeras, fiestas
Capítulo XII Del otoño dador de frutos, de ariegas, “¡arrr!”, tostaillos

Gregorio Martín García

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